Por Ricardo Kulusic
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Una persona que se agazapa, y avanza sigilosamente sobre el futuro de los demás, que traiciona y ensucia las obras ajenas, suele amar a la naturaleza, creyendo que ésta son árboles y bestias, como adornos que alojan en su interior lo natural. Se consternará al ver un sapo reventado, y, en chiste pero en serio, dirá que, de tener que matar a un humano, no sentiría tal remordimiento, porque la humanidad, agregará, debe extinguirse; rato después comentará que a Dios sólo le pide salud. En su fugaz, ocioso y platónico paso por la frondosidad, alabará a una fruta sonriendo con brillo, elevándola como si sostuviese un cráneo para decir «esta es la cuestión». Prestar especial atención a la solemnidad con que se le rinda culto a un ciempiés o a un pajarito. Entre más pueril, más desalmado y peligrosamente limitado resultará el sujeto. Y es que las pequeñas cosas de la vida, como lo es un puñado de moras, son eso, pequeñas, y no alojan sino fibras. Es menester gozar de cierto pasar para permitirse romantizar ese puñado de moras. El que venda lo chico por grande, se agenciará lo grande para dejarte lo chico. Y en su reposo contemplativo admirará del zorro la picardía (con que al monosilábico casero roba los lechones recién nacidos), disfrutará del majestuoso merodeo del carancho (que busca llevarse las gallinas), del ñañoso y tierno cortejo del gato montés que llega desde las cañas (engendrando crías feroces que no dejarán un solo conejo vivo), las laboriosas cuevas de los simpáticos peludos (que arrasan con la huerta del casero desapareciendo tubérculos que fueron sembrados en cuatro patas); venerará del lagarto su repentino vigor (con que destruye los huevos y devora los pollitos), y comerá chivito alrededor de un fuego que será encendido y alimentado por el casero, quien pasa los días combatiendo y matando alimañas, so pena de perderlo todo.
El amante de la naturaleza buscará salvar la vida de una langosta que saltó a las brasas, siendo que, rato antes, el casero pulverizó una invasión de éstas para evitar que la huerta desaparezca. ¿Cómo no hablar entonces de fetichismo? ¿Cómo evitar ir en contra de los demás depredadores? Se suele contestar que a los animales hay que dejarlos tranquilos en la naturaleza y volver a la ciudad. De los mismos niños que, cuando la maestra les pide que representen a un pollo, dibujan un patamuslo crocante por desconocer que antes de ser un plato, dicho alimento fue un pintoresco plumífero, se forjan los futuros amantes y defensores del vuelo del carancho sobre las gallinas, como un derecho del ave de rapiña, por creer que todos conviven en armonía, y que la única en estropear dicha comunión es la razón. Por creer que la humanidad no merece compartir extensión con la sabiduría silvestre, extensión a la que llamarán planeta, pues la palabra mundo se reserva para las luces y los fines humanos, fines que llamarán artificiales, como un artificio contranatural de una especie que no encaja en la historia, en la visceralidad instintiva, salvaje, llamada incondicional. Tal como en la película, creerán que un chanchito blanco puede ser amigo de un zorrito descaderado, que avanza por medio de un andador con ruedas fabricado por el hombre. En tal ficción, en lugar de mutilarse unos a otros, animales de diferentes especies se protegen mutuamente por un bien común, como si una consciencia emancipatoria los volviera uno, es decir, nada más artificial que suponer al carancho amigo de las gallinas. Desde esta advenida comodidad, el carancho humano se proclamará amigo del casero, por gozar de una democracia que admite su derecho de ave de rapiña, alegando que en las malas todos tiramos juntos, y poco después, en un brote demencial, lo estafará. No obstante, en el monte real, el zorro sigue echándose ante el disparo, para fingir que murió, y así poder sobrevivir y volver por el lechón al anochecer, para liberarlo, pero en este caso de la vida, pues lo comerá vivo. Si es el instinto y no la razón lo que hace que el zorro finja estar muerto, debemos decir que el fingir es instintivo y no un proceso del pensamiento. De ahí que no hemos dejado de ser, del todo, animales.
El significado de la palabra snobismo es contranatura del ser. Y uno de sus infinitos artificios radica en adjudicar bondad a las fieras, para luego comprar brotes de soja libres de fitosanitarios en alguna feria, y denunciar de ecocidio al vaqueano que mató al carancho. Mientras tanto, el casero sigue sembrando en cuatro patas. Avanza como animal, y sobrevive a pesar de éste. Tampoco él es más sabio por el hecho de batirse y enterrar cuchillos y municiones. El animal es nada menos que el fenómeno de herirse, sufrir y morir entre la hojarasca de un paisaje inexpresable.